Todo el mundo que me conoce sabe que en casa yo no cocino, bueno ni en casa, en ningún sitio. No cocino porque no me gusta, porque me aburre, porque no tengo imaginación y me pone nerviosa no ajustarme a la receta porque me falta alguno de los ingredientes. Además, no se por qué, pero ni siquiera el hecho de seguir al pie de la letra la receta garantiza que el resultado sea el óptimo. Y ¿qué hay más frustrante que pasarte una hora y media delante de la cocina y que luego no haya quién se coma el engrudo que ha salido?
Lo que nadie sabe es que me gustaría que me gustara cocinar. Bueno cocinar no, hacer dulces. Me gustaría que las magdalenas, bizcochos, galletas, perronillas, mantecados, etc. pasaran por mis manos continuamente, me gustaría que la cocina se llenara de esos dulces olores que despide el horno cuando tiene un bizcocho a medio hacer, me gustaría que los tarros de mermelada de naranja estuvieran almacenados en una alacena sobre baldas forradas con tela de cuadros rojos esperando simplemente a que alguien los abra a la hora de desayunar.
Esta fantasía mía creo que se debe mis recuerdos de niña cuando iba a con mis tías a cocer los dulces para las fiestas. Para mí el hecho de ir, era ya una fiesta. La noche anterior se preparaban las masas en unos cubos y al día siguiente salíamos de casa tempranito. Al llegar a la panificadora desplegábamos todos los bártulos. Nosotras, mi hermana y yo, llenábamos las papeletas de las magdalenas mientras los gatos se paseaban entre las mesas. El panadero no paraba de meter las bandejas, latas las llamaba, repletas de lo que nosotras habíamos ido poniendo. Allí, al calorcito del horno, me parecía todo maravilloso.
ENTREVISTA:
Hace 30 minutos
1 comentario:
ummmmmmmmmm! me encanta que me recuerdes mis recuerdos.....
un beso
b.
Publicar un comentario