No es que me guste contar penas, pero cuando una de ellas se instala en tu hígado, y se empeña en alojarse allí sin pagar alquiler, a veces no queda más remedio que exorcizarla hablando de ella.
El relato es breve: un hombre, más o menos de mi edad y sano en apariencia, tiene un infarto y muere.
No, no os asustéis, no me ha pasado a mí, ni siquiera a un familiar. Le ha sucedido a un conocido al que me encontraba de vez en cuando.
Es una historia más, algo que sucede muchas veces. Una tragedia que a muchas personas les parecerá normal mientras que a mí me atraviesa de delante atrás. No podría contar la cantidad de minutos que me descubro pensando en ellos en estos días. En ella, en su hijo, en su madre, hermanos, familia y hasta compañeros de trabajo. En su futuro, en su pasado, en su día a día. Los veo en su trabajo, en su casa, en el colegio. Imagino su tristes sonrisas y sus ojos llorosos en público, y sus llantos desgarrados en privado.
Y, por un momento, se me parte el alma.
martes, marzo 30, 2010
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4 comentarios:
Te entiendo, Ana. Yo pasé por un caso similar hace tiempo y cuesta mucho aceptarlo.
Un beso
La realidad es a veces demasiado cruel y nos pilla por sorpresa. La semana pasada yo también tuve na experiencia similar, un conocido del trabajo con el que había comido alguna vez... 44 años y, de pronto, se acabó. Lo dicho, muy cruel.
Es doloroso y nos enseña del peor modo posible lo efímera que es la vida.
Besitos
La muerte a esos niveles sí da miedo.
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